San Agustín, arzobispo de Canterbury

La penosa situación más allá del mar

El contexto de la Bretaña entre los siglos V y VI no era de los mejores. Al contrario. Anteriormente, los Bretones habían sido cristianizados por los misioneros peninsulares celtas que habían hecho un excelente trabajo pero luego, a la llegada de los Sajones, los Angli y los Juti, pueblos germánicos paganos que comenzaron a invadir este territorio en 596, los misioneros fueron expulsados. En ese ambiente paganizado, los Bretones, que se habían refugiado en las montañas de Gales, habían vuelto a caer en la idolatría. Sin embargo, el rey juto de Kent, Etelbert, que había logrado extender su influencia en Essex, Sussex y East Anglia – todas tierras subyugadas por los sajones – no era tan hostil al cristianismo – pues se casò con Berta, una princesa cristiana hija del rey de París. Incluso accedió a la petición de su esposa de construir una iglesia cristiana en Kent. El Papa San Gregorio Magno adviertió que esos duros tiempos requerían una nueva evangelización de estas tierras. Impresionado por la belleza y la mansedumbre de algunos esclavos anglos traídos a Roma, tanto que los comparó con los ángeles, concibió la idea de crear en Inglaterra una nueva Iglesia dependiente de Roma, como ya lo era la francesa, y de usar a Francia como trampolín.

El viaje comienza: la etapa francesa

Para llevar a cabo esta tarea, el Pontífice decidió dar ese encargo a un grupo de 40 monjes presidido por el benedictino Agustín, que en ese momento era prior del convento en el Celio de Roma. La valentía no era ciertamente su principal característica, sino la humildad y la docilidad: de hecho, inmediatamente dijo que sí. La expedición partió en 597 y se detuvo en Francia, en la isla de Lérins. Aquí el grupo de monjes, acogidos en los monasterios de la zona, escucharon las espantosas historias de todas las vilezas cometidas por la bárbara gente que iban a encontrar. Agustín tuvo mucho miedo y se devolvió inmediatamente a hablar con el Papa para rogarle que cambiara de posición. San Gregorio Magno no se dio por vencido: para animarlo lo nombró Abad y en cuanto volvió a la Galia lo consagró Arzobispo de Arles. Finalmente, el viaje se reanudó y los monjes desembarcaron en Inglaterra, en la isla de Thenet.

La evangelización de la Bretaña

Para acoger a la comunidad de monjes llegaron el Rey de Kent y su consorte cristiana, y los acompañaron hasta Canterbury, una ciudad a medio camino entre Londres y el mar, elegida como punto de partida de la nueva misión: llevar la Palabra de Dios a los Anglos. Al principio la resistencia del pueblo fue grande, así que Agustín eligió un camino más suave de evangelización, dispuesto a acoger algunas de las tradiciones paganas más arraigadas. Su estrategia será un éxito. En un año se bautizaron más de diez mil sajones, prácticamente todo el reino de Kent, incluido el rey (que algún día será un santo) y que apoyará abiertamente a Agustín. El Papa, para agradecer tal éxito, le envió el palio en 601 y lo nombró Metropolita de Inglaterra. Antes de morir, Agustín logró consagrar otros dos obispados además de Canterbury: Londres y Rochester, cuyos presbíteros eran Melito y Justo respectivamente. A su muerte en 604, fue sepultado en Canterbury, en la iglesia que ahora lleva su nombre y es venerada por católicos y anglicanos.

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